“Los siete nudos”, de I.Z. Rouge, obra de narrativa guanyadora dels Jocs Florals CFP

“Los siete nudos”, de I.Z. Rouge, obra de narrativa guanyadora dels Jocs Florals CFP

Todo se desencadenó el día en que Ella casi muere atropellada por un camión. Iba, como siempre, absorta en la páginas de cualquier libro; esa mañana le tocaba el turno a ‘El Palacio de la Luna’, de Paul Auster. Ya estaba a punto de pasar de página cuando escuchó el chirriar de las ruedas al frenar. La historia de Auster le había hecho ignorar aquella insistente bocina que, para ella, sonaba tan lejana. Por un momento y, por primera vez en su vida, experimentó lo que era vivir en un relato breve en el que la acción se ve precipitada por las limitaciones del formato. Las imágenes del camión, que ya se encontraba prácticamente encima suyo, dieron lugar a una concatenación de recuerdos de los momentos más importantes de su vida, la mayoría de ellos ya olvidados: el olor de un pastel de cumpleaños, el cálido tacto de la mano de su abuela, el columpio azul del colegio, el lunar de la oreja del chico que le gustaba en el instituto, la muerte de su perrita, un concierto, una noche de verano… y Él.

El conductor del vehículo se acercó y le preguntó si estaba bien. Evidentemente no lo estaba: su rostro blanquecino y ausente apuntaba a un estado de shock del que aún no había podido salir. Pero no se debía al incidente con el camión, sino al recuerdo que el subconsciente había decidido desenterrar de su memoria. ¿Cómo había podido olvidar Aquello? Cuando al fin pudo reaccionar, Ella agradeció el gesto al hombre, aún preocupado, y siguió su camino. Su destino no estaba demasiado lejos: un par de manzanas más allá se encontraba el bar en el que siempre tomaba café con su amiga. Dos manzanas que se hicieron eternas. Aquel recuerdo, la sensación de haber despertado de un letargo que la había tenido tantos años engañada, hizo que el tiempo transcurriera más despacio de la habitual. No dejaba de mirar su pulsera; se la había regalado Él. Era una pulsera sencilla, de hilo rojo, anudada por siete partes. Cada año le regalaba la misma pulsera desde que era una niña, y siempre iba acompañada del mismo ritual: se la anudaba mientras decía “cada nudo es un pecado capital”, y le daba un beso en la frente. Más que un regalo, lo sentía como una amenaza, una manera de recordarle que el pecado lleva, irremediablemente, a una condena. “Peca y serás castigada”. Pero ya era demasiado tarde: la culpa llevaba años ejerciendo sobre Ella un juego de dominación del que era incapaz de escapar. Pese a no ser creyente, cada vez que pasaba por delante de una iglesia se paraba, la observaba durante unos minutos y tenía la tentación de entrar para confesarse. Pero nunca lo hacía. “Cada nudo es un pecado”. Un motivo por el que flagelarse. Siempre había tenido esa absurda sensación de ser la culpable, incluso merecedora, de todo lo malo que le había ocurrido en la vida… hasta esa mañana.

Cuando llegó al bar su amiga estaba sentada en la misma mesa de cada día. Todo era como siempre: las mismas personas, el mismo olor a croissants recién hechos, la misma emisora de radio… Todo menos Ella. Su amiga se dio cuenta de que algo le ocurría porque tomó un sorbo de su habitual café y dejó la taza en la mesa dando un golpe. “¿Estás bien?”, le preguntó sorprendida. Ella se quedó mirando por un momento la taza como si la respuesta se escondiese en el poso de aquel café. “No fue mi culpa”. Y las lágrimas se mezclaron con lo poco que quedaba del desayuno. Le habló a su amiga de lo que había recordado mientras deshacía la pulsera roja que lucía en la muñeca izquierda. Cada nudo que desataba era un pecado, sí, pero no precisamente suyo. Nudo a nudo fue exorcizando todos los demonios que Él había alojado en su cuerpo, ese templo que fue profanado, roto, y cuya destrucción la condenó, sin saberlo, a ese infierno del que tanto le habían hablado y que tanto había tratado de evitar con un marcado carácter sumiso y complaciente. A esas alturas de la mañana, el café ya no le sabía tan amargo.

El día transcurrió con relativa normalidad. Mientras cenaba, recordaba todo lo que le había dicho su amiga por la mañana: “tienes que contarlo”. Y así lo hizo. Esa noche decidió que iba a

deshacer el último nudo, el nudo que nunca incluyó en su pulsera. Ese que, sin saberlo, llevaba tanto tiempo alojado en su garganta manteniéndola en silencio. Debía hacerlo. ¡Quería hacerlo!

Pero no tenía las armas necesarias para gestionar las consecuencias de destapar semejante historia, así que eso fue lo primero de lo que se encargó; pidió cita con el médico de cabecera y éste la derivó al centro de psicología que le correspondía por zona.

Era un centro médico al uso: frío, luminoso, lleno de asientos junto a las puertas y carteles que te invitaban a permanecer en silencio. La psicóloga enseguida reconoció el trauma en los ojos de Ella y la dejó hablar. Fueron 45 minutos catárticos. Cuando terminó de relatar Aquello, la terapeuta le dio una serie de indicaciones sobre lo que podía hacer así como las horas para las próximas visitas. Iba a ser una terapia que se prolongaría bastante en el tiempo.

A la semana siguiente la rutina seguía imponiéndose: el bar, el café, etc. Pero todo se veía ahora desde un prisma muy distinto. Ya no tenía las manos atadas; ninguna pulsera adornaba,

amenazante, su muñeca izquierda; y, sobre todo, ya no cargaba con una culpa que no le pertenecía.

Al salir del bar camino al trabajo volvió a ver, a lo lejos, el mismo camión que días atrás casi le quita la vida. Por un momento se quedó inmóvil, sin reacción. Todo estaba aún muy reciente. Pero, cuando por fin pasó de largo, Ella sonrió y sacó del bolsillo el regalo que le acababa de hacer su amiga: una cadena de plata de la que colgaba un precioso abalorio en forma de búho y que llevaba una piedra de luna encastrada en uno de sus ojos. Ese collar le ayudaría a recordar que, la mañana en la que casi muere leyendo ‘El Palacio de la Luna’ fue el día en el que, al fin, empezó a vivir en libertad.